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Mí viaje en “sueños” con el Titanic
Enric Ribera Gabandé Me dispuse aguardar al más lujoso y esperado crucero en el histórico puerto irlandés de Queenstown, de Cobh. Llegué con tiempo suficiente al lugar de embarque y el cansancio se apoderó de mí. Me dormí plácidamente sentado en el bar de la Terminal maritima. Esperaba el buque que me debía trasladar a Nueva York en un anhelado viaje de lujo, y de pronto asoma en el horizonte todo iluminado el majestuoso Titanic. ¡Ya está aquí! Me frotaba las manos. Mejor, me despojaba los ojos de la turbulencia óptica del sueño.
Gritos de alegría de los viajeros embarcados y de los que estaban a su espera en la última “estación” de Queenstown antes del viaje inaugural. El ambiente se desbordaba entre los cruceristas, aunque menos entre un nutrido número de gente normal, autóctona, vestida con ropa muy desgastada que mostraba un semblante de tristeza en su rostro. Como español, estaba entre los primeros. No por ser español, sino por que mí destino pasaba circunstancialmente por Irlanda del sur.
Era la noche del 14 de abril de 1912. Se hacía realidad el sueño. El Titanic era “mío”…¡¡¡Qué maravilla!!! Sí…Sí…Mío. Es un sueño. Nunca mis ojos habían visto un lugar tan lujoso como éste sobre el mar. El Titanic era un proyecto tan ambicioso que podía competir con los mejores hoteles de París. Me ubicaron en una suite super lujosa, y me dispuse hacer un rápido reconocimiento a sus diversas cubiertas.
Mientras alucinaba con el gran lujo que veía, por la megafonía se anunciaba la cena de la noche. Los platos diseñados por el mago de la cocina francesa, Auguste Escoffier, empezaban a sorprender a los viajeros. ¡¡¡…Lujo…Lujo…Y más lujo!!! Los ojos se cegaban en el majestuoso comedor “titánico”. El tarjetón del menú de este día rezaba salmón con salsa mussolina y cocombres; filete mignon Lili; y pato asado con compota de manzana. Para regarlo, vinos blancos de Borgoña, y tintos de Burdeos…y Champán Dom Pérignon a “gogó”. ¡Ohlala! Todo servido con los mejores materiales de la época: telas de calidad incomparable, vajillas de plata y oro, y maderas nobles.
Empezaba ya el baile y las parejas salían a la elegante pista. Música francesa, americana…y de tango amenizaban los cálidos momentos de la jornada inicial en el Titanic. Todo parecía que estaba predispuesto en una velada para el recuerdo, cuando inesperadamente a las 23:40h se escuchó un golpe que en un principio no parecía muy duro. “El casco solamente frotó con un iceberg”, se comentó por la megafonía al cabo de unos minutos. “Que sigan disfrutando del baile, señores cruceristas”. Mientras, yo, con ciertas dosis detectivescas, salí a la cubierta de proa del buque, a la altura de puente de mando. El personal de tripulación se movía desesperadamente de un lugar a otro. Poniendo la oreja en la rejilla entreabierta de la puerta de acceso al puente, oí que decían entre éstos que la sentencia estaba escrita, “el Titanic se hunde irremediablemente”. Pobre de mí, exclamé.
Mientras unos cruceristas bailaban y otros dilataban la cena en el comedor, el agua comenzó anegar el Titanic. En unos minutos, el pánico se convirtió en locura; unos iban de un lugar a otro en busca de la salvación, cosa que muchos lograban con la acción desesperada de las embarcaciones salvavidas, y otros que pedían de una manera esterica, la evacuación. Cuando las aguas del Atlántico me sumergían, cuando estas llegaban al ahogo, la guía del Museo del Titanic de la estación de Queenstown, de Cobh, me dijo: Sr. Ribera, “vamos a realizar la visita” ¡¡¡Ufff!!! Qué sobresalto me llevé. ¡¡¡Oh, que descanso!!! Le respondí acto seguido, “mire, no me apetece viajar de nuevo! He despertado de un siniestro sueño.
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